sábado, 9 de octubre de 2010

MUY LEJOS DE DOWNING STREET

El 15 de Diciembre de 1993, el Primer Ministros inglés, John Major y el Jefe de Gobierno irlandes, Albert Reynolds, firmaban una declaración, en el domicilio del Premier británico, en Downing Street, por la que ambos reconocían que en Irlanda del Norte existía un conflicto político y que los irlandeses del Norte tenían derecho a la autodeterminación. La Declaración pasó a la historia como la de Downing Street.

La decisión de ambos políticos no ponía condiciones previas ni pedía nada a cambio, a pesar de que el conflicto armado estaba activo. Pero trajo como consecuencia que el IRA decretase el alto el fuego, al año siguiente, y que se iniciase un proceso de negociación, que desembocaría en los Acuerdos de Stormont, cuatro años después. Y cesase la lucha armada.

Es interesante recordar siempre la historia. Y, sobre todo, los detalles.  Que John Major era conservador, delfín y sucesor de la ultraconservadora, conocida como “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher, castigo de sindicatos y movimientos sociales de Gran Bretaña.

John Major demostró, posiblemente, no tener visión política partidista (perdió las siguientes elecciones, quizá no por esa decisión, pero sí a pesar de ella), pero pasará a la historia de Gran Bretaña y de Europa como quien, teniendo una visión de largo alcance, puso la primera y principal piedra en la construcción de una solución dialogada al conflicto que arrastraba, desde hacía siglos, el estado británico en su relación con Irlanda, conflicto que había alcanzado altos grados de violencia en las últimas décadas y que había costado centenares de víctimas.

Nada sabemos sobre si el IRA consideró, en su momento, la Declaración de Downing Street, como bastante, suficiente o insuficiente. Lo cierto es que, meses después, declaró el alto el fuego y se mostró dispuesto a entablar una negociación.

Hay quienes machaconamente repiten, en España, que el caso de Irlanda del Norte nada tiene que ver con el de Euskadi. Y tienen razón. Las posturas de los gobernantes y los políticos, aquí, son diametralmente opuestas a las de los gobernantes británicos e irlandeses.

Aquí, las treguas las declara ETA. Y todas las treguas declaradas lo han sido, que sepamos, por iniciativa propia. Tampoco consta que hayan exigido condiciones previas. Y la respuesta de los gobiernos y de la oposición siempre ha sido la misma: decir no, desconfiar de la tregua, calificarla de trampa y, en los últimos tiempos, como insuficiente. Consideran que los móviles de ETA, al declarar las treguas, no son sinceros, sólo tienen como finalidad el rearme, la reorganización, el fortalecimiento en momentos de debilidad. Ponen condiciones máximas: la entrega de las armas y la autodisolución. Cuando ha habido negociación, el fracaso siempre se le ha achacado a ETA, y se ha utilizado el monopolio de los medios de comunicación para ocultar la versión de la otra parte sobre lo ocurrido. Sin embargo, a cualquiera que haya seguido toda esta historia no se le escapará que ETA, tristemente, en muchos sentidos, siempre ha cumplido lo que ha dicho. Así lo vienen reconociendo los sucesivos gobiernos.

En los últimos tiempos, han sido varios los comunicados de ETA. Y lo único que suena machaconamente, ante cada uno de ellos, es que, lo que dicen, es insuficiente.

Insuficiente es un término relativo. Lo que, desde un punto de vista puede ser insuficiente, desde el contrario puede ser suficiente, bastante y hasta demasiado. Si la valoración depende exclusivamente del punto de vista de cada uno, por separado, de los sujetos enfrentados, la posibilidad de llegar a un acuerdo es nula. ¡Claro que todos queremos más! Pero la única posibilidad de valorar la suficiencia o insuficiencia de los movimientos del contrario para conseguir un acercamiento estará en la valoración del camino que cada parte ha recorrido o dice estar dispuesta a recorrer. Hay quien dice que es necesario que cada parte sea capaz de situarse, mentalmente, en la posición de la otra, para valorar lo que cada proposición significa. Hay también quien considera necesario que ambas partes estén, previamente, de acuerdo en unos mínimos (o máximos) fundamentales. El primer acuerdo mínimo es coincidir en que hay un problema que solucionar. El segundo, en este caso, sería reconocer que existe un problema político y no sólo de violencia. El tercero, que son los ciudadanos afectados quienes deben tener la última palabra. A partir de ahí, todo sería negociable.

Lo cierto es que nada de esto se da en torno al conflicto entre los vascos independentistas y los estados español y francés.

De lo que de esta parte de los Pirineos conocemos y estamos viviendo y podemos hablar, la distancia se muestra insalvable, machaconamente insalvable y, en los últimos tiempos, sobre todo, por parte del estado español.

Las posiciones de ETA, al menos aparentemente, cambian, las del estado español, sin embargo, son siempre las mismas: Ley de Partidos, ilegalizaciones, anulación de candidaturas, prohibición de manifestaciones, reuniones, publicaciones, se persiguen las gestiones internacionales, se exige la condena pública. Enroque en la propia posición y represión del contrario, como respuesta.

Nadie se pregunta si no es cínico y contradictorio que se exija a la izquierda abertzale que condene a ETA cuando, previamente, se ha empleado todo un derroche de medios para entablar un proceso de detenciones, tortuas, encausamientos, sentencias y prisión para demostrar que la izquierda abertzale es ETA. ¿En qué quedamos? ¿La izquierda abertzale es ETA o no lo es? ¿Si es ETA, cómo va a condenar a ETA? 

¿Qué es políticamente más importante y costoso y, sobre todo, más efectivo, pedir a ETA que cese en su acción armada y declare un alto el fuego permanente y verificable, como está haciendo la izquierda abertzale, o hacer una declaración pública de condena y quedarse tan panchos?

No valorar los pasos que se están dando es de una ceguera política sin precedentes, alimentada por la prepotencia que da el poder y que rezuma en todas las declaraciones de Zapatero, Rubalcaba, Rajoy, López, Ares, Basagioti y compañía. No hay mayor ciego que el que no quiere ver.

Sólo las horas que los medios de comunicación, para quienes el tiempo es oro, y el tiempo que el Ministerio del Interior emplean en hablar del tema ETA-Batasuna, y los equilibrios que están haciendo los jueces para dictar sentencias al borde de la legalidad demostrarían suficientemente que estamos hablando de un conflicto político de gran calado, que va mucho más allá de lo que sería un tema de cuatro delincuentes descerebrados. Por la otra parte, la última marcha de Bilbao es un paso más, un ejemplo de tantos otros como se están produciendo y que confirman la afirmación de que detrás hay todo un planteamiento político con importante eco entre la sociedad vasca. La ocultación de la misma que han hecho los medios de comunicación generalistas también demuestra que detrás de la información “hay mucha política”.

Entre reconocer el derecho de autodeterminación y respetar los derechos de manifestación, asociación reunión y opinión hay poca distancia, si se les busca en las declaraciones internaciones sobre derechos humanos. En la práctica de los estados, sin embargo, esa distancia parece, en ocasiones, insalvable. De Londres a Madrid hay, en línea recta, 1.264 kilómetros. De Downing Street a la Moncloa, la distancia es de años luz (un año luz son 9.460.000.000.000 kilómetros, ¡casi un billón!).

La pregunta es: ¿cuánto sufrimiento está costando y va todavía a costar tanta distancia entre posiciones? Desde diciembre de 1993, son 112 los muertos por ETA más los muertos de la propia organización. El simple reconocimiento de que hay un conflicto político sería ya un paso de gigante.  

RECORTE DE DERECHOS Y/O PÉRDIDA DE PROTECCIÓN

El presidente Zapatero, en los últimos tiempos, intenta, con juegos de palabras y atrevidas metáforas, maquillar realidades difíciles de defender desde una acción de gobierno seria y más difíciles de entender por parte de los votantes. La última, calificar la formación como trabajo, es un ejemplo de ello. No ha dicho que la formación sea una actividad que, indiscutiblemente, lo es. Sino que la ha equiparado con el trabajo productivo que, indirectamente, puede serlo, puesto que la formación contribuye a que el sujeto sea más capaz de desarrollar ciertas funciones productivas. Pero lo ha hecho con una sola intención, ocultar las cifras de desempleo: un parado que está formándose ya no es un parado porque está “trabajando”, y no debe, por tanto, estar incluido en las listas del paro ni contar en las estadísticas. La reacción general ha dejado en ridículo estar burda operación y muchos la han calificado de cínica.

Sin embargo, otra aseveración de las ocurrentes que tiene el presidente, ha pasado extrañamente un tanto desapercibida, aunque, no por ello, sea menos grave. La de que la Reforma Laboral aprobada no contiene recorte de derechos. Y lo ha dicho con tono retador, como emplazando a que se le demuestre lo contrario. Y, por supuesto, lo ha dicho con la media sonrisa y la desfachatez a que nos tiene acostumbrados.

El trabajador no tiene derecho al despido con indemnización. Tiene derecho a que se cumpla su contrato. Y la indemnización es una penalización al empresario por su incumplimiento y una compensación al trabajador por dicho incumplimiento. El despido es lisa y llanamente un incumplimiento de contrato. No hay que olvidarlo.

El denominado Derecho del Trabajo nace en el siglo XIX como una necesidad de proteger al trabajador frente a los abusos del empresario propietario de la empresa. Sin entrar a valorar la actuación de este o aquel empresario, parte ese Derecho del reconocimiento general de que el trabajador está en inferioridad de condiciones a la hora de contratar sus servicios con un empresario determinado. El principio liberal de que trabajador y empresario son libres para contratar o no en el mercado laboral, ya en esa época empezaba a chirriar, dejando en evidencia la falacia de tal afirmación. Y, como eran momentos en que el desarrollo galopante de la industria manufacturera requería de mucha mano de obra, y estaban resultando insuficientes las medidas encaminadas a que los trabajadores se incorporaran masivamente a las fábricas, los poderes económicos aceptaron la implantación de una serie de limitaciones a la actividad del empresario, encaminadas a proteger, en alguna medida, al trabajador y así ganar su confianza.

El Derecho del Trabajo es una rama especial del derecho, regula sólo una parte de las relaciones sociales, las relaciones de producción. Y lo hace con unas características muy específicas. Parte del derecho del trabajador al trabajo para pasar, de hecho, a la obligación, de trabajar. A la necesidad imperiosa de trabajar. Hoy ya nadie se cree esa igualdad contratante del trabajador ante el empresario. Y, lógicamente, se convierte en un derecho proteccionista del trabajador ante esa obligación-necesidad. Trata de “recompensarle”, mediante ciertas protecciones, por esa obligación impuesta de trabajar.

Los “derechos de los trabajadores” son protecciones ante los empresarios, dueños y señores de sus empresas, ante sus desmanes y ambición o, simplemente, ante su necesidad o su “derecho legítimo” de obtener los mayores beneficios posibles. Recordar estas cosas, a una parte de la opinión, reflejada en los medios de comunicación, lo tildan de anacrónico. Hace unos días, ciertos comentaristas rechazaban que la monarquía fuese algo anacrónico por el mero hecho de que es algo recogido en la Constitución. Sin embargo, hablar de explotación, de los derechos de los trabajadores, denunciar la indefensión en que se encuentran sí lo consideran anacrónico, aunque el derecho al trabajo también sea algo recogido en la misma Constitución.

Es cierto que la sociedad y la situación de los trabajadores han evolucionado. En parte, debido a la lucha y organización de los trabajadores. Pero no siempre a mejor.

Puede que la lista de derechos se haya engrosado con el paso del tiempo. Pero los derechos escritos, como todos los derechos, en la práctica, se pueden convertir en papel mojado, dejando, de hecho, en este caso, al trabajador sin la protección que teóricamente ese derecho dice sancionar. No importa tanto tener muchos derechos cuanto la posibilidad de ejercerlos. Puede que un derecho, como tal, siga vigente, pero la falta o merma de los medios necesarios para poder defenderlo lo convertirán en papel mojado. El efecto disuasorio de la indemnización es uno de esos medios. Sabe bien Zapatero que la rebaja de la indemnización, y, más aún, el que parte de la misma sea pagada por todos nosotros, facilita que el empresario incumpla su contrato y despida con menos coste. Decir, por tanto, que la Reforma no recorta derechos, sabiendo que el trabajador pierde protección ante su despido, es una muestra más del malabarismo con las palabras a que se ha aficionado el presidente, cuando no una muestra de descarado cinismo.

El abaratamiento del despido y otras reformas sí están suponiendo que el trabajador esté, cada vez, menos protegido ante su situación de inferioridad, aún en el supuesto de que las sucesivas reformas o, al menos, ésta no suprimiese ningún derecho.

A LOS PIQUETES: ¡CAÑA!

En las vísperas de la Huelga General, los piquetes han sido tema central en muchas de las tertulias de los medios.

Primero se trataba de presionar a las autoridades, digo yo, para que tomasen medidas, sin darse cuenta de que, en realidad, estaban metiendo el miedo en el cuerpo a los indecisos. Lo cierto es que se creó un caldo de cultivo para que las reacciones fuesen varias. Los tertulianos contrarios a la huelga (eran todos) no se daban cuenta que metiendo miedo a quien no iba a secundar la huelga, en realidad estaban ejerciendo involuntariamente de piquete preventivo, pues más de uno o una, por miedo a los piquetes, optaría por quedarse en casa.

Y, pasada la huelga, a la hora de hacer valoraciones, los piquetes seguían siendo el tema central. Los mismos tertulianos achacaban a los piquetes no se sabe bien si el éxito o el fracaso de la jornada de lucha. La huelga había sido un fracaso, decían, pero su éxito se debía (¿en qué quedamos?) a que muchos trabajadores no habían podido ejercer libremente su derecho a trabajar por las coacciones de los piquetes. ¿De qué derecho a trabajar estamos hablando? ¿Del derecho de los parados a tener un empleo, quizás? ¿O, más bien, de tener el privilegio de poder trabajar en tiempos de crisis?

Ellos, los tertulianos, sí que han sido un “piquete informativo”. Bueno, un piquete sí, por aquello de ser un grupo claramente organizado. Lo de informativo sería por aquello de que se presentan como periodistas. Pero, en realidad, informar informar, han informado poco. Se han limitado a dar opiniones interesadas. Que la Reforma Laboral es imprescindible es una de ellas. Todavía no ha habido nadie que nos diga, a cara de perro, por qué o para qué, en verdad, es imprescindible.

Otro tipo de piquete “informativo” lo han constituido muchos empresarios que, seguro que también organizadamente, con consignas claras, han tratado, por todos los medios, de que los trabajadores y trabajadoras ejerciesen “libremente” su derecho a hacer huelga: “Si mañana haces huelga, pasado ya no vengas”. Sería difícil probar estas coacciones ante un tribunal, pero daría lo mismo, porque estas coacciones no son delito. Ni siquiera, para todos esos opinadores, se trata de una coacción. Es el derecho del empresario. El empresario es muy dueño de despedir a sus trabajadores. Y, ahora, más, con la Reforma Laboral aprobada. Que le despidan a uno es menos coacción que a alguien, por ejemplo, le pinchen las ruedas del coche, dicen. Esto es violencia. Aquello “cosas de la sociedad en que vivimos.

Otro piquete “informativo” lo han constituido los guardias de la porra. No protegían a los huelguistas en su derecho constitucional porque “no habían recibido órdenes” para ello. Y ellos son unos “mandaos”. Sólo reciben órdenes de proteger a los “ciudadanos de bien” de los trabajadores energúmenos. Y ha habido huelguistas agredidos, de palabra y obra, apaleados.

A todos estos piquetes es a los que hay que dar caña.

La última sobre los piquetes es que, con todos los medios que hay hoy para informar, los piquetes informativos ya no tienen razón de ser. Que no hace falta regularlos. Que sobran. Que los trabajadores están superinformados. Se pasan de listos cuando dicen esas cosas. Enmiendan la plana hasta al mismo Tribunal Constitucional que reconoce que los piquetes son consustanciales al derecho de huelga, que los trabajadores tienen el derecho, no sólo a informar a sus compañeros, sino a intentar convencerlos para que la huelga se extienda. Olvidan o, mejor, ignoran, porque esas cosas no van con ellos, que la principal información que transmiten los piquetes no son tanto las razones de la huelga, que también, sino que hacen saber a los trabajadores indecisos que hay muchos compañeros y compañeras en huelga defendiendo los derechos propios, y que también defienden los suyos. Que, si hacen huelga, los compañeros y compañeras les van a arropar. Y que, con su acto, se sumarán a otros muchos que, como ellos, protestan por las agresiones del patrón, de la policía, del gobierno. Porque todos pertenecen a la misma clase.

De esto, los tertulianos no hablan, no entienden. En el fondo, están considerando la solidaridad un delito o, al menos, algo trasnochado. Ellos forman un gremio, pero es de rebote, no son solidarios, no se sienten miembros de una clase. Se han mofado de que algún sindicalista calificase a los piquetes como “convencitivos”, y no tanto por la palabreja, sino porque ellos son los primeros que no entienden de convencer pacífica y libremente a quien no piensa como ellos. A las pruebas de toda la campaña mediática antihuelga me remito.