martes, 9 de agosto de 2011

"POBRECITO MI PATRÓN"

Solemos decir que el sistema capitalista no es mejorable, que es incontrolable, por esencia, y que llega a devorar a muchos de aquellos que en principio pensaron que iban a salir beneficiados con él.

Para analizar estos aspectos, y, sobre todo, el último de ellos, para descubrir la verdadera esencia del capitalismo, vamos a hacerlo centrándonos, esta vez, en la figura y avatares de un imaginario pequeño empresario de nuestro tiempo, tan presente, por cierto, en la economía de los países desarrollados.

Inicialmente, ese pequeño empresario, fue, como otros muchos, obrero, trabajador por cuenta ajena. Al cabo de los años, bien porque ahorró un poco, porque lo pidió prestado, porque se vio empujado por las circunstancias o, simplemente, porque pensó que le iba a “ir mejor en la vida”, decidió hacerse empresario y contratar obreros que trabajasen para él. También pudo ser un más o menos adinerado “hijo de papá”. Para nuestro caso, es lo mismo.

Pero, en cualquiera de los casos, no todo es tan sencillo, ni se presenta siempre de igual forma. Y, sin duda, nuestro empresario, desde el principio, deberá responder a varias cuestiones para las que no está preparado.

¿Cómo se desenvuelve  la vida de un pequeño empresario en el sistema capitalista?

Veamos.

Cuando “nuestro patroncito” de turno haya terminado, por ejemplo, el primer año como empresario, o un ejercicio económico, o una etapa de su actividad empresarial, habrá invertido “su” dinero en hacerse con un local, comprar unas máquinas y herramientas, proveerse de materias primas, contratar energía, emplear trabajadores, producir... y vender en el mercado todo lo producido. Habrá completado todo un círculo productivo.

En ese momento, surgirá su primera duda y deberá optar entre: retirarse y dedicar el parte de su vida o toda la que le resta a gastar lo obtenido con la venta de sus productos, o plantearse iniciar de nuevo otro círculo productivo.

Podrá optar por lo primero si ha logrado hacer el “negocio del siglo” que le permita vivir toda su vida de lo ganado, cosa poco habitual. Lo normal será que opte por lo segundo: poner parte de ese beneficio a producir. Es lo que se llama hacer capital. En este caso, podrá elegir, a su vez, entre varias posibilidades.

Se supone que, con la venta de sus productos, ha obtenido dinero suficiente para seguir pagando el alquiler del local, reparar las máquinas, reponer herramientas, proveerse de materias primas y energía, contratar trabajadores y procurarse su propio sustento. Si no sería una ruina.

Pero, si sólo ha conseguido esto, o sea, cubrir gastos y nada más, es fácil que la duda sea mayor, y calcule si los intereses que le pudiera producir ese dinero metido en el banco, serían suficientes como para dejar de trabajar y vivir tranquilamente, pues, si es así, no le merecería la pena meterse, otra vez, en tantos rompecabezas como su “frenética actividad empresarial” le ocasiona.

Sin embargo, lo normal es que con su negocio obtenga más ingresos.

Se llama ganancia al sobrante que le queda después de haber pagado todos los gastos, incluida su supervivencia y la de su familia.

Ese sobrante, que le pertenece “por ley”, por ser el dueño del negocio, le permitirá optar, a su vez, entre: o bien invertir de nuevo, esta vez, más cantidad que la vez anterior, o sea, ampliar su negocio, mo-dernizarlo; o bien “malgastar” todo o parte del sobrante conseguido en lujo y ostentación, “en vivir mejor”; o, por el contrario, guardar ese sobrante, sea para invertir en futuros y nuevos negocios, sea para hacer frente a tiempos difíciles que pudieran llegar; o, en todo caso, aplicar ese sobrante repartiéndolo, de forma mixta,  entre varias de esas posibilidades, al mismo tiempo.


ACUMULAR: ¿es hacerse rico o más poderoso?

Al proceso de dedicar, cada año, una parte del sobrante obtenido en ampliar el negocio se le llama acumulación. Acumulación de capital productivo. Poner más dinero a producir, a obtener más beneficio. Hacer más capital. Capital es el dinero que se pone a producir.

Si el empresario se limitase a invertir siempre lo mismo, en el mismo negocio, en el mejor de los casos, lograría siempre el mismo dinero para gastar en vivir o para guardar. Si esto hace, verá cómo sus ahorros crecen “lentamente”, siempre al mismo ritmo (si no los gasta). Se hará cada vez más rico, tendrá las espaldas bien guardadas, pero “nada más”. No aumentará su capital.

Ahora bien, si parte o todo el sobrante lo dedica a ampliar su negocio, alquilando o com-prando más locales, poniendo más máquinas, adquiriendo más materias primas y energía y contratando a más trabajadores, producirá más bienes, los venderá, y con ello recuperará el dinero invertido en producir. Pero, sobre todo, obtendrá un sobrante, una ganancia mayor que en años anteriores, que será proporcional, al menos, al “esfuerzo económico” realizado, a la sobreinversión efectuada, y mayor, además,  que lo que ese mismo dinero le hubiese producido metiéndolo en el banco, porque, de no ser así, no le compensaría invertir más dinero en ampliar su negocio, “aumentando sus preocupaciones”. No le bastaría con ganar más en su negocio. Deberá ganar más que invirtiéndolo en otra cosa. Para decidir invertir más en su negocio deberá tener claro que, de esta forma, va a ganar más que de otra forma cualquiera.

La acumulación, la ampliación constante del negocio hará al empre-sario más rico, sí, su patrimonio será mayor, pero, sobre todo le pondrá en situación de obtener más beneficio, y, además, le dará más poder, porque será un cliente más solvente para sus proveedores, éstos le fiaran más y le harán mejores precios, tendrá un margen de maniobra mayor, podrá producir más barato que sus competidores y quitarles pedidos y, sobre todo, tendrá a más trabajadores dependiendo de él.


ACUMULAR O MORIR: el “drama” del empresario liberal-capitalista

¿Puede “nuestro patroncito” elegir libremente entre ampliar constantemente su negocio o despilfarrar en lujos personales y/o en ahorrar?

La condición común a todas las opciones que hasta ahora hemos contemplado es que siempre se venda todo lo que se produce. Si no se vende, no se gana, no se recupera, no se puede volver a producir lo mismo y, menos aún, ampliar el negocio. Por tanto,  para que un empresario se decida a invertir su dinero en ampliar su negocio, es necesario, entre otras cosas, que sepa o esté convencido de que va a vender todo lo que produzca, porque la demanda de sus productos en el mercado esté aumentando, o, al menos,  porque tenga muchas seguridades de que lo vaya a hacer, para arriesgar lo menos posible.

Pero, también nuestro empresario tendrá competidores. Por eso, será necesario que sus productos tengan más aceptación en el mercado que los de sus competidores, porque no siempre hay pedidos para todos.

En el sistema capitalista, siempre habrá más productos en el mercado de los que realmente demanda la gente.

¿Por qué?

Porque siempre habrá más fabricantes de un mismo producto de los que son necesarios. Porque las ansias de ganar mueven, ciegamente, a los empresarios, a imitar a aquellos a los que “les va bien”, a los que ven que venden con facilidad, a los que ven obtener más beneficios, pasándose a producir ellos los mismos productos que aquellos, sin medir suficientemente que haya o no mercado para todos. Lo importante es que cada uno se las arregle para vender todo lo que produce y lo haga a los precios que ha calculado.

Cuando no hay mercado para todos, la cuestión se centra, por tanto, en obtener ventaja sobre la competencia. Y hacerlo permanentemente, sin descanso.

No basta con ser “tan bueno” como ellos. Hay que ser mejor. No basta con que se re-partan equitativamente, entre todos, las ventas posibles, porque todos perderán algo, todos se quedarán con parte de lo producido, ya que no hay demanda para todos sus productos, y, por lo tanto, no recuperarán todo el dinero invertido. Incluso los que hayan conseguido que sus productos les salgan más baratos, si no venden todo, perderán (o dejarán de ganar), pues siempre les hubiese resultado más rentable reservar esa parte invertida de más, bien para guardarla o prestarla a interés, bien para invertirla en otro negocio más rentable.

Ser competitivo no es un valor absoluto, sino que siempre está relacionado con lo competitivos que sean los demás. Competitivo quiere decir, en realidad, ser MÁS competitivo. Ser “mejor produciendo” que los demás.

Ser mejor en el mercado que los demás exige, por supuesto, pro-ducir buenos productos, pero también a menor coste y vender más barato que los demás (sin perder dinero, claro). Ser competitivo es un valor relativo.

Se llama productividad a la relación que hay entre la cantidad de dinero invertido y la obtenida en la venta de lo producido. O tambié es la relación entre el dinero obtenido con la venta y el sobrante que queda después de haber pagado todos los gastos. A esta relación se llama tasa de ganancia. También es la relación entre la cantidad de producto obtenido y el tiempo de trabajo que ha costado producirlo. O, lo que es lo mismo, la cantidad de producto que produce cada trabajador. La competencia obliga a que cada empresario intente, cada vez, conseguir mayor productividad, o sea, obtener más por cada euro que invierte en salarios y, sobre todo, más que sus com-petidores.

Aumentar constantemente la productividad es el sino de todo empresario que quiera sobrevivir (como empresario, se entiende).

¿Y quién se arriesga a fracasar en el intento, cuando ha puesto uno voluntariamente en juego todos los ahorros, cuando se ha acostumbrado a trabajar menos (o nada) o más reconfortablemente, cuando ha acostumbrado a los suyos a una vida mejor, al menos, en lo material, cuando lo que ha cosechado en su medio social es una serie de interesados amigos que, por delante le valoran, pero que pueden darle la espalda en cualquier momento, y, tam-bién, cuando “gracias” a su actividad empresarial ha cosechado más enemigos que ami-gos? ¿Y si, encima, acaba en el paro?

La posibilidad de acabar así representa un “verdadero drama” para nuestro patroncito.


“Mi patrón piensa que el pobre soy yo”. ¡Y ES VERDAD!

Afirmaciones como que “ser más rico no es tener mucho dinero sino pocas necesidades”, además de tener una gran dosis de cinismo, pueden ser ciertas sólo en parte.

Superados unos mínimos materiales, efectivamente, uno puede liberarse bastante controlando el aumento de sus necesidades. Pero, para la gran mayoría, alcanzar la meta de esos mínimos materiales está aún muy lejos. Restan aún muchas necesidades básicas por satisfacer para que la gran mayoría pueda empezar a pensar en liberarse de otras necesidades. Para muchos empresarios, poder liberarse de la necesidad de seguir invirtiendo, de ampliar su explotación, de aumentar su productividad resulta prácticamente imposible.

La productividad se puede aumentar invirtiendo en maquinaria para producir más con los mismos o con menos trabajadores. O reduciendo gastos, fundamentalmente, por dos vías: pagando menos por igual trabajo, o pagando lo mismo por más trabajo. O por ambas cosas a la vez.

Es cierto que también se aumenta la productividad ampliando el negocio, sin más, sin modernizarlo, pues siempre habrá gastos fijos que son iguales, sea el negocio más grande o más pequeño. Por ejemplo, la cuota fija del teléfono. Pero las posibilidades de ahorrar en gastos fijos es limitada.

Sobre todo, se aumenta la productividad exigiendo al operario más esfuerzo y atención, más horas de trabajo, obligándole a atender más máquinas, o máquinas más rápidas, y siempre por el mismo salario (o por menos).

Por eso, cuando los empresarios y economistas hablan de productividad, se refieren, casi exclusivamente, al mayor o menor ahorro obtenido por hora de trabajo de cada trabajador.

No en vano, en la economía liberal-capitalista, se llama capital fijo a los locales y maquinaria, y capital constante a las materias primas y energía. O simplemente capital constante a todos ellos. El rendimiento que se pueda obtener de éstos son habas contadas. Está calculado, de antemano, lo que cuestan y lo que puedan dar de sí. Cada metro cuadrado de local permite la instalación de un número determinado de máquinas. Cada kilo de materia prima permite obtener tantas unidades de producto y no más. La velocidad máxima de las máquinas es una y limitada. Todos estos factores (locales, maquinaria, energía y materias primas) son necesarios para la producción. Ninguno de ellos aumenta o varía su valor por el hecho de intervenir en  el proceso productivo. También son habas contadas los precios de estos factores. Reducir costes en estos elementos no es posible, ya que su precio viene fijado por los proveedores .

Al trabajo humano, sin embargo, se le llama capital variable. Siempre es posible estrujar más al operario y siempre es posible pagarle menos. La cantidad de trabajo necesario para producir no es algo invariable.

Por otra parte, y esto es lo más importante, el trabajo empleado en producir es el único elemento o factor de la producción que tiene la virtud de producir más valor de lo que ha costado contratarlo.  Por tanto, de todos los elementos que el empresario compra para producir, el único que le produce ganancia es el trabajo, pues todas las demás cosas que emplea las incluye en el precio de venta por lo que le costaron y no obtiene beneficio por ellas. La ganancia del patrón sólo puede provenir  del trabajo del productor o, mejor dicho, de la parte del trabajo que no paga al productor.

Mayor productividad se traduce así, claramente, en mayor explotación, si por explotación entendemos la cantidad de trabajo (producto) que el empresario no paga al obrero.

Pero, MI PATRÓN TAMBIÉN LO TIENE CRUDO

Es cierto que la acumulación constante tiene como fin conseguir, cada vez, una mayor ganancia, en base a una mayor productividad, pero ésta es limitada. La competencia obliga a un aumento de la productividad constante. Y, contradictoriamente, el aumento de la productividad, obligado por la competencia, acaba, al final, con la competencia misma, pues los más débiles desaparecen. Pero, cuando se acaba la competencia, nuestro patroncito no habrá salido mejor parado.

En la lucha por competir, las empresas más débiles, tarde o temprano, acaban sucumbiendo y desaparecen. Son compradas o absorbidas por las más fuertes y éstas se quedan, no sólo con sus fábricas, sino, sobre todo,  con sus pedidos, con su parte de mercado. Las mayores ganancias obtenidas por las más fuertes les permiten ejercer esa presión con múltiples maniobras y con un esfuerzo relativamente menor. El aumento de la productividad habrá aumentado la producción en su conjunto y, al haber más productos, los precios habrán bajado. La resistencia numantina de los débiles para poder seguir produciendo les habrá forzado a vender más barato de lo que costaron sus productos, les habrá hecho entramparse, hipotecar su negocio, desvalorizarlo, llegando a valer cuatro céntimos en el mercado, y, al final, irremisiblemente, se habrán visto obligados a vender su negocio.

Mientras queda algo de competencia, los precios los marca el mercado. Cuando llega el monopolio, los precios los marca el monopolio, y a su conveniencia.


COMPAÑEROS EN EL INFORTUNIO, ENEMIGOS IRRECONCILIABLES

Tirado en la cuneta o, lo que es lo mismo, engrosando las listas del paro, “nuestro patroncito” recordará la titánica lucha que ha librado para evitar este final.

Pensará, con todo, que sus verdaderos enemigos son los que le acompañan en la fila de la oficina de em-pleo: los parados. Los demás, sus colegas empresarios, sólo han sido “sanos competidores”, que se han portado como él lo hubiera hecho, de haber podido.

Su única obsesión ha sido pagar menos y exigir más a sus trabajadores. Y se ha ganado, con ello, muchas antipatías.

Se dará cuenta de que parte del precio que había tenido que pagar, tanto de los alquileres como de materias primas, era valor de trabajo no pagado por sus explotadores proveedores a sus respectivos trabajadores, era su ganancia. Ha visto que todos hacían lo mismo, explotar es normal y, por eso, ha pensado que era justo y razonable.

Y ha podido comprobar que, quienes han triunfado, son los que más han explotado. Porque, también, en lo que a explotación se refiere, la palabra MÁS es importante. (Insistamos en que más explotación, en términos económicos, no se refiere a más sudor, sino a más trabajo no pagado).

Recordará cómo, en los primero momentos de su larga pelea, “su solución” fue apretar más en el trabajo a sus obreros para que no tuviesen ni un minuto de descanso. Cómo después, compró máquinas que hicieran parte del trabajo y encomendó su funcionamiento y atención a los mismos trabajadores que ya estaban del todo ocupados. A continuación descubrió que comprando máquinas más modernas, rápidas y automáticas, podía prescindir de algunos trabajadores y los mandó al paro. Por último recurrió a bajar los salarios a los que le quedaban pues, “si no estaban contentos, otros muchos, más necesitados, esperaban a la puerta para aceptar lo que ellos rechazaban”.

Pronto se había dado cuenta que su beneficio real era la cantidad de trabajo que no pa-gaba a sus trabajadores, porque de todas las demás facturas no podía rebajar nada; que para producir más barato necesitaba introducir máquinas, a poder ser, las más modernas, y prescindir de algunos trabajadores, cuantos más mejor; pero que si prescindía de ellos, oh! contradicción, ¿a quién iba a explotar? ¿de quién iba a obtener su beneficio?

Nunca supo responder a esta pregunta.

Más de una vez había pensado que sería mejor venderlo todo y meter el dinero en el banco. Pero lo había descartado. Sobraban fábricas como la suya y le darían poco por ella. Y, además, ... amaba su fábrica, “en ella tenía toda una vida invertida”. Y también, pensó: si todos hacemos lo mismo, si nadie se dedica a producir, ¿en qué invertirán los bancos? ¿cómo ganarían dinero? ¿cómo nos pagarían intereses a los ahorradores? Se sentía eslabón inevitable y sacrificado de toda una cadena.

Recordaba con rabia cómo pidió dinero para seguir “peleando”, y cómo hipotecó todo, y cómo se quedó sin nada. Ya había advertido el peligro, pero ¿qué otra cosa podía hacer si no sabía hacer nada más? “Son las leyes de la economía”, se dijo, “los bancos están para ganar dinero y se deben a sus accionistas”.  Al fin y al cabo, él sólo había pretendido lo mismo: ganar dinero.

Más de una vez había pensado que sus proveedores eran unos usureros y aprovechados, que ponían precios desorbitados, que no era justo. Que debería tener fuerza el Estado para regularles los precios, pero ¿y si también se los regulaban a él? No, mejor era que quedasen las cosas como estaban. Si es caso, que el Estado presionase a los proveedores de otros países para que bajaran sus precios, que, incluso, “les mandase la flota” para darles un susto, pero que no pasase de ahí la cosa. Algo tendría que hacer el Estado por los empresarios honrados de su país. Al fin y al cabo, los otros eran extranjeros. Porque ¿quién tiene más derecho a vivir que nosotros los empresarios que somos los que “sostenemos el país”?

Por eso, a lo que no había derecho, lo que nunca comprendería ni perdonaría era que sus obreros hubieran sido tan duros de mollera, tan intransigentes. No se dieron cuenta que la empresa “éramos todos”. Nunca le agradecerían bastante “todo lo que se había sacrificado por sacar la empresa adelante y darles empleo”.

No era justo que, ahora, estuviesen aguardando, con él, en la misma fila, la del paro. Ni siquiera eso se merecían.


MORALEJA

El que se mete a patrón es porque quiere y puede.

El que busca en ello “su” solución no sabe que también puede encontrar su perdición, porque para que unos patrones ganen, otros tienen que perder.

Hacerse patrón suele ser un camino sin retorno.

Muchos empresarios son capaces de sacrificar su bienestar personal con tal de pertenecer al grupo social que tiene poder, aunque sea ocupando los últimos lugares de esa fila privilegiada.

El empresario no crea empleo. Sino que son los trabajadores asalariados los que crean, mantienen y engordan patrones. No hay patrón sin obreros. (Sí puede haber obreros sin patrón).

Los patrones y los obreros siempre tendrán intereses contrarios, aunque alguna vez puedan llegar a encontrarse en una misma fila del paro. Cuando el patrón gana el obrero pierde. Cuando el obrero gana el patrón deja de ganar (que no es lo mismo).

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