Hace unos días,
participé en una interesante mesa redonda, sobre la soberanía, en
varias de sus vertientes, y me quedó un mal sabor de boca.
Fui invitado como alguien
que tiene cierta experiencia en lo laboral y, en la mesa, me sentaba
junto a otras personas del campo municipalista, del de la juventud,
del agricola-ganadero y del político. En concreto, y de este ultimo,
un ferviente defensor de Podemos. Fue, precisamente, una controversia
mantenida, por mí, con esta persona, la que dejó ese mal sabor de
boca.
Mi intervención trataba
de dejar caro que quienes tienen el poder real no se presentan a las
elecciones. Trataba de contestar al representante de Podemos que, en
la línea habitual de los miembros de esa formación de ilusionar a
la gente, argumentaba, más o menos, que, “a través de las
elecciones se podía llegar a alcanzar el poder y, desde él, cambiar
las cosas”. Mi argumento fue que, mediante las elecciones, se
podrá, en todo caso, alcanzar el gobierno, pero eso no significa que
el gobierno sea el poder real.
Controversias aparte, lo
que me dejó ese mal sabor de boca es que, por imperativos de la
propia estructura del acto, no pudimos matizar convenientemente las
posturas, y mi forma de argumentar, quizá demasiado contundente,
pudo dejar la impresión, entre los presentes, de que soy contrario o
muy crítico con todo el proyecto de Podemos. Y no es esa mi
posición.
Si declaro que, en el
panorama político actual, sólo encuentro interés en todo lo que se
refiere a esa formación política y, consecuentemente, lo sigo
intensamente.
Mi interés viene dado,
en primer lugar, porque, en muchos años, no se ha producido, en la
política española, un fenómeno como el que ha supuesto la
aparición de Podemos y, sobre todo, el hecho de que, dicha
aparición, ha provocado la salida a la luz de un grupo muy numeroso
de personas, que está harta de la situación actual y que, hasta
ahora, se dejaba llevar por la desidia, la rutina o el desencanto. Y,
en segundo lugar, porque, hace ya bastantes años, vengo defendiendo
esa filosofía de poner por delante el interés de la gente, dejarla
que hable y escuchar lo que dice, sin interpretar otros lo que ella
tiene que pensar o decir, la necesidad de recuperar el contacto con
la realidad de la calle, el dar más importancia a la unidad con la
gente sencilla que a la unidad de siglas y organizaciones, etc. Hasta
ahora mis opiniones, defendidas públicamente, han sido un clamor en
el desierto porque, soy consciente, llevar consecuentemente esa
filosofía a la práctica es difícil y, sobre todo lleva tiempo. Y
estamos obsesionados con los resutados rápidos. Soy, por lo tanto,
muy riguroso en la valoración de los pasos que está dando Podemos.
Como he dicho, los sigo con atención. Y lamentaría profundamente
que, una vez más, la mayoría de esa gente que está entusiasmada
con el proyecto quedase, nuevamente, desencantada.
¿Por qué el título de
este artículo?
Sencillamente, porque
vengo observando, en alguna gente defensora o que forma parte de
Podemos, cierto nerviosismo, cuando se les ponen peros a lo que están
diciendo y haciendo, sin distinguir entre las críticas destructivas
y las constructivas. Comprendo su entusiasmo, pero no pueden creerse
que están por encima del bien y del mal. Y algunas respuestas,
cuando alguien ha manifestado alguna reticencia, han sido
despreciativas, descalificadoras o, simplemente, han tratado de
ignorarlas.
Pienso que Podemos está
construyéndose y que tendrá que ir poniendo en práctica lo que
predica. Y esto no lo deberían olvidar los mismos que hoy lo
defienden, a ojos ciegas, como si fuera algo acabado y contrastado
por la experiencia. Yo doy tiempo al tiempo.
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