Efectivamente, lo del
“sentido de Estado” parece que lo tiene que justificar todo. Es
un mantra que, para la mayoría de la población, es algo que hay que
aceptar, aunque no se entienda exactamente lo que es, algo que se da
por supuesto, algo que tranquiliza, que sirve para dar sentido a todo
lo negativo que atormenta nuestras vidas.
Son (somos) pocos los que
nos planteamos dudar, al menos, de la justeza de ese “sentido de
Estado” que todo lo justifica y nuestra reflexión o duda suele
tener poco recorrido. O, quizá por eso, nos cabreamos cuando oímos
el argumento, nos sentimos solos, aislados, dudamos de nuestras
propias dudas y desistimos de profundizar sobre el tema.
Deberíamos empezar por
definir qué entendemos por el Estado. ¿Son las leyes, el
Parlamento, las instituciones? ¿Es el aparato (jueces, policía,
ejército, administraciones, etc.)? ¿Es el gobierno? ¿La oposición
también es Estado? ¿Y la universidad? ¿Y la patronal y los
sindicatos? Todo “eso” es Estado. ¿Pero sólo eso? Y los
ciudadanos, los asalariados, los autónomos ¿son Estado? Y los
jubilados, los estudiantes, los niños ¿son Estado? Cuando se apela
al “sentido de Estado”, a la razón de Estado, ¿se están
refiriendo a todo eso? Leía, hace poco que, el Estado, sobre todo es
una relación de personas, de colectivos, de instituciones, de normas
y que, como toda relación, es cambiante o puede cambiar, aunque nos
lo quieran presentar como inamovible y, de hecho, suele tardar mucho
en cambiar. Que la base del Estado, lo que lo justifica, es “lo
común”, lo que es de todos y de nadie en particular: la economía,
el bienestar, nuestra historia, las posibilidades de nuestro futuro.
Y, por ello, también, lo que necesita de “alguien” una
estructura que lo preserve, “por el bien de todos”, que “mire
por nosotros”, por “lo común”, y que, subrepticiamente,
ocultamente, nos lo quite de las manos. Es la gran contradicción, la
gran trampa.
¿Y qué es nuestro voto?
Es ese mantra del “sentido de Estado”, también, el que da
sentido a nuestro voto. Pero, un sentido interesado, que hace de
nuestro voto un derecho individual y una responsabilidad a la que
debemos enfrentarnos aisladamente. Como si no tuviésemos intereses
comunes. De ahí que valoremos, en exceso nuestro voto. Como si no
tuviéramos bastante experiencia acumulada ya de que nuestro voto
sólo sirve para legitimar esa expropiación, por unos pocos, de lo
común. Por suerte (o por desgracia), esa generación que “luchó
tanto por poder votar”, de forma natural, va desapareciendo.
Parecía que su lucha, que “había costado tanto”, lo justificaba
todo. El voto era un fin en sí mismo. Y quienes han venido detrás
han heredado ese mito, pero sin darle la misma importancia que le
daban sus mayores. De ahí los niveles de abstención, tan
incomprensibles en tiempos de crisis tan duras como la actual.
La reflexión puede
resultar interminable y sin resultados palpables que nos sosieguen.
La clave está en salir del aislamiento, en reflexionar en grupo.
Observar la realidad, a través de la televisión, por ejemplo, si lo
hacemos en solitario, puede recomernos las entrañas. E intentar
llevar a la práctica las conclusiones colectivas, de alguna manera,
también colectivamente. Que salgan de las cuatro paredes donde
debatimos. En los medios alternativos, en las redes, en algún tipo
de organización. Que provoquen debate público. Que el debate
público sirva para depurar nuestras ideas y también para influir
con ellas.
Personalmente, no me
quita el sueño lo que pueda hacer con mi voto. Ni siquiera, el que
pueda equivocarme, aunque intento, mediante las claves a que me
refería, equivocarme lo menos posible. Nunca venderé el voto. Si es
caso, lo daré gratuitamente.
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